Este artículo fue publicado en la página Mujeres con ciencia y lo comparto tal cual se presenta y bajo la autoría de Marta Bueno Saz.
Las mujeres siempre han estado presentes en el mundo de la escritura, en el contenido y en la forma. Es en esta última en la que nos centraremos en el texto, desde la elaboración de tipos móviles hasta el diseño de tipos digitales. Este legado indispensable en la evolución de la tipografía merece su lugar en la historia del libro. Las mujeres que trabajaban en las imprentas han pasado desapercibidas y pocas veces, aparecen sus nombres en los libros que salían de los talleres. Cuando algo no se nombra, no existe, se niega su identidad. ¿Y por qué es así? Muchas veces la causa es la arrogancia de egos públicos, o la intención selectiva de los historiadores oficiales o, quizá, el desconocimiento de una creación hecha en la sombra…
Es paradójico que las profesionales que se dedicaban a hacer letras para imprimir el nombre de los demás no vieran el suyo impreso. En la evolución de la escritura y la tipografía hay sobre todo nombres masculinos y nos sorprende conocer tantos de tantas mujeres que se quedaron en el tintero.
Pero si vamos más atrás en el tiempo, aun nos sorprenderá más saber de la existencia de mujeres escribas transcribiendo letra a letra documentos del siglo IV, según registró en aquella época Eusebio de Cesarea (EH 6.23.1–2). Después continuaron existiendo mujeres en el oficio de copistas o amanuenses, como queramos decir, pero casi todas las autorías de mujeres que trabajaban en los scriptoria fueron anónimas, sin que sus nombres aparecieran en los libros que pacientemente escribían e iluminaban. Igual que en los monasterios de hombres, en los de mujeres también se escribían libros a mano, procurando la perfección de las letras, copiando una a una incluso sin saber leer. En ocasiones esto era deseable por parte del prior o la abadesa porque consideraban que el conocimiento no podía ser bueno para las almas de monjes y monjas, sobre todo si se trataba de medicina interna o sexualidad. Las iluminaciones o dibujos ornamentales al inicio de cada capítulo se elaboraban con pigmentos preciosos reservando el pan de oro o el azul ultramar (lapislázuli) a los o las mejores miniaturistas.
Clara Hätzerlin (1430-1476) fue una de estas escribas profesionales, que hacía su trabajo de copista cuando ya se imprimían los primeros incunables en Augsburgo, Alemania. Transcribía colecciones de canciones y poemas y era una de las veinte escribas reconocidas en esa época en Alemania. Los libros que elaboraba eran de una calidad excepcional.
Vemos que a finales del siglo XV convivían mujeres copistas de scriptoria con impresoras en negocios familiares y en las imprentas de los conventos. En 1476, en el convento de San Jacopo di Ripoli en Florencia las monjas imprimían incunables, con el primer registro de una mujer cajista en sus cuadernos de 1480.
Recordemos que los incunables son los libros impresos entre la aparición de la imprenta, en 1450, y el 1 de enero de 1501, que trataban de imitar con exactitud los libros copiados a mano e incluso dejaban un hueco al inicio de cada capítulo para dibujar después la miniatura.
Las imprentas independientes eran negocios familiares; talleres de impresión que incluían la vivienda para que las hijas, esposas o viudas pudieran trabajar en el proceso de elaboración de un libro: la creación y montaje de los tipos, la fabricación de la tinta, la impresión y corrección de los textos y por último la encuadernación. Aún no sabemos con certeza qué trabajos realizaron cada una de ellas.
Durante siglos, las tipógrafas se han dedicado al oficio de componer e imprimir con tipos en relieve de plomo (el plomo es el metal con una temperatura de fusión relativamente baja), que se obtenían de moldes de madera tallados con la letra o el signo ortográfico que se necesitara, pero ésta y otras tareas las firmaba el hombre que dirigía el taller, lo que hace difícil hoy día conocer la autoría de las mujeres en la impresión.
Anna Rügerin es considerada la primera mujer tipógrafa que escribió su nombre como impresora en el colofón de un libro en 1484 en una imprenta, ya de su propiedad tras enviudar, en Augsburgo. En Francia, Charlotte Guillard dirigió la imprenta Soleil d’Or en 1518, en la que trabajaba desde 1502. Ese año murió su marido y pasó a ser una de las impresoras más importantes de París.
Entre 1550 y 1650, al menos ciento treinta y dos mujeres participaron de manera activa en la producción o venta de libros destinados exclusivamente al mercado británico. Pero muy pocas pudieron firmar sus trabajos. En Italia, Girolama Cartolari, nacida en Perugia, fue una excepción que firmó sus impresiones. Trabajó en la imprenta familiar en Roma y pudo indicar su autoría de manera oficial tras la muerte de su esposo desde 1543 hasta 1559.
En España, Juana Millán, Isabel de Basilea y Jerónima Galés son algunas de las mujeres pioneras que, en el siglo XVI, dedicaron su vida al mundo de la impresión. Las tres continuaron con el trabajo de sus maridos al enviudar. Su gran aportación a la historia de la imprenta y la tipografía debe ser reconocida. Vivieron en una sociedad que excluía a la mujer de los ámbitos profesionales y culturales; una sociedad en la que tuvieron que aceptar grandes limitaciones tanto sociales como legales.
Juana Millán es la primera mujer impresora en España que firmó con su propio nombre (Luana Milliana) en 1537. El libro Hortulus passionis es la primera obra en España en la que una mujer aparece con su propio nombre como responsable de la impresión de un libro.
Isabel de Basilea fue hija, esposa y madre de impresores. Su padre, Fadrique de Basilea, era uno de los más importantes impresores en España y tenía un taller magnífico en Burgos. El negocio lo heredó Alonso de Melgar al casarse con Isabel. Cuando murió éste, ella volvió a ser propietaria única. Nunca apareció en las indicaciones tipográficas con su nombre.
Jerónima Galés también fue impresora en el siglo XVI; ejerció esta labor mucho tiempo y propuso muchos proyectos editoriales y publicaciones de excelente calidad. Heredó la imprenta en 1556 a la muerte de su marido. Existen varios documentos donde se menciona la pericia y excelencia de Jerónima como impresora.
Todas ellas y muchas otras ocuparon puestos en las imprentas y dejaron su huella en el mundo editorial; podemos encontrarlas consultando las referencias del final del artículo: un estupendo Diccionario de mujeres impresoras y libreras o una entrada reveladora de la página de la Biblioteca Nacional de España: Las primeras impresoras. Pero aquí vamos a dar un salto hasta el siglo XIX. La Revolución Industrial produjo cambios derivados de la mecanización de la producción, que transformarán el negocio de la impresión tipográfica. Las tareas se especializan y cada trabajador tendrá un cometido concreto en la elaboración de un libro. Los talleres de impresión y tipográficos dejaron de ser estrictamente familiares y pasaron a estar liderados por hombres que además formaban y dirigían a otros hombres. De esta manera las mujeres en Europa quedaron excluidas de ciertas funciones cercanas a la tipografía y pasaron a otras áreas como la ilustración o la encuadernación.
Mientras, en Estados Unidos los movimientos por los derechos de las mujeres impulsaron de nuevo la formación e inclusión de las mujeres en las profesiones vinculadas a la tipografía. Ya vimos que en los comienzos de la imprenta las mujeres fabricaron tipos móviles rellenando con plomo los moldes de madera, pero también dedicaron tiempo al diseño de las letras dibujando y quizás tallando sus creaciones. Sin embargo, no es hasta el siglo XX cuando se habla de la primera mujer diseñadora de tipos.
Augusta Lewis Troup (1848-1920), sindicalista, tipógrafa y periodista estadounidense, creó el Women’s Typographical Union en octubre de 1868 en Nueva York, para promover y defender los intereses de las asociadas, vinculadas a la tipografía e imprenta. En 1868 en Nueva York, había alrededor de 200 mujeres trabajando como tipógrafas, siendo en torno al 20 % del total de las personas empleadas en las imprentas. Aun así, la Society of Printers, creada en 1905 para el estudio y avance del arte de impresión, no permitió la incorporación de mujeres hasta 1974.
Si volvemos la mirada a Europa, Emily Faithfull alzó la voz a favor del voto de las mujeres en The Times y en múltiples conferencias y fue nombrada impresora y editora de la reina Victoria. Medio siglo después, Hildegard Henning es considerada la primera mujer a la que se reconoce la autoría en la creación de un tipo para fundición (palabra que relacionamos con la fusión del plomo necesaria para rellenar los moldes). Fue la creadora de Belladonna para la fundición Julius Klinkhardt en 1912, en Leipzig, Alemania.
Gudrun Zapf von Hesse nació en Schwerin, Alemania, en 1918. Aprendió encuadernación, caligrafía y rotulación y después de la Segunda Guerra Mundial, abrió su propio negocio de encuadernación de libros, daba clases de caligrafía en la escuela Städel; grababa y cortaba tipos en la fundición Bauer en Frankfurt.
Las diseñadoras de tipos reconocidas por su nombre en las fundiciones no son muchas hasta la segunda mitad del siglo XX. A partir de la década de los 80, debido a la revolución digital y los cambios en el diseño gráfico, se hacen más accesibles la formación en Tipografía y las nuevas herramientas para programar y diseñar. Estalla la creación de fuentes (palabra que viene del latín fundere = fundir) y se empieza a estrechar la brecha de género en la tipografía.
Las mujeres diseñadoras de tipos son creativas, críticas y van más allá del alfabeto latino, trenzan culturas y escrituras en equipos que ponen en alza las identidades gráficas locales frente a lo global. Un ejemplo puede ser Fiona Ross, diseñadora de tipos, consultora, autora y docente, quien en 2018 recibió el TCD Medal, el máximo galardón del Type Directors Club. Se convirtió así en la 31ª persona premiada y la tercera mujer. Muchos de sus tipos, basados en escritura hindú y árabe se han convertido en los más utilizados del mundo; la población que lee bengalí es tanta como la estadounidense y la que utiliza el devaganari es aún superior. En los noventa fue consultora de compañías como Apple, Adobe, Linotype y Quark.
Detrás de cada tipografía hay historias de equipos y personas que crean y se cuestionan cada letra, que se plantean su legibilidad, su estética, su identidad; intentan que sean accesibles, duraderas e incluso afines a la ideología del usuario. Frente a las 5 000 fuentes catalogadas hace un par de décadas en muestrarios de distintas fundiciones de tipos móviles, linotipia y fotocomposición, hoy podemos estimar más de 150 000 fuentes tipográficas digitales. Además, se diseñan tipos por encargo, para proyectos personalizados, y resurge el lettering y la caligrafía, donde encontramos grandes letristas y tipógrafas como Jessica Hische o Martina Flor o calígrafas como Katharina Pieper o Faheema Patel.
En un futuro no muy lejano la tipografía proporcionará fuentes programadas adaptables a cualquier entorno, más líquidas como las variable fonts que son letras deformables a las que podemos estirar, engrosar, cambiar la inclinación, quitar o poner serifas o remates, etc. En lugar de tres ficheros, por ejemplo, para una letra (redonda, cursiva y negrita) tendremos sólo uno y con todas las gamas intermedias entre los tres estilos anteriores. Cada vez se abre más el código y la producción y el uso de tipos es más accesible.
Hemos visto que han quedado relegados al olvido demasiados nombres de mujeres escribas, impresoras y tipógrafas. Sería bueno sacarlos a la luz en las aulas, en libros de texto, en manuales de historia de la escritura, en medios de comunicación y, ¿por qué no?, buscar, por curiosidad, la autoría de las letras utilizadas en nuestros escritos o nuestras lecturas.
Referencias
- Establés Susán S (2018). Diccionario de mujeres impresoras y libreras de España e Iberoamérica entre los siglos XV y XVIII. Zaragoza: Prensas de la Universidad de Zaragoza
- Eusebio de Cesarea (S. IV) Historia Eclesiática (EH)
- Gutiérrez L, Lafuente P, Carrillo L. (2015) Mujeres impresoras. Guía de recursos bibliográficos. BNE.
Sobre la autora
Marta Bueno Saz es licenciada en Física y Graduada en Pedagogía por la Universidad de Salamanca. Actualmente investiga en el ámbito de las neurociencias.
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